Eran las 7:30 del miércoles cuando Morena Domínguez, una niña de apenas 11 años, estaba cerca de ingresar a su escuela de Villa Diamante, en la ciudad bonaerense de Lanús. Fue ahí cuando irrumpieron los motochorros y sembraron el horror. En su vil decisión de despojarla de lo poco que puede llevar una criatura de esa edad -mochila, útiles y teléfono- hicieron que golpeara contra el asfalto. Morena sufrió una hemorragia interna, llegó en estado crítico al hospital y lamentablemente falleció. De inmediato el espanto, la angustia y la indignación que estalló en la cara de la dirigencia política. Tal es así que se vio obligada a suspender los actos de cierre de campaña que habían previsto rumbo a las PASO de hoy Domingo.
No obstante, es la clase dirigente la que debe dar respuesta a esta problemática que no reconoce fronteras y que se extienden a lo largo y ancho del país. El criminal accionar de los motochorros no es nuevo, sino todo lo contrario. Sin embargo no le encuentran solución. El narcotráfico es otro de los flagelos de esos tiempos y al que tampoco le encuentran solución, pese a que viene de décadas.
En el caso de Morena, a quien llora el país entero, se combinaron el delito y las drogas. Aseguran que los detenidos son delincuentes de baja monta que acechaban al vecindario a la espera del momento justo para dar el golpe y hacerse de bienes a los que luego vendían para comprar drogas. Ahora, esa modalidad, los convirtió en asesinos.
Falló la prevención y, naturalmente, se pusieron en tela de juicio tanto los anuncios sobre la instalación de cámaras de seguridad como las difundidas entregas de patrulleros. Es cierto que el ataque que desencadenó la muerte de Morena quedó filmado, pero también lo es el hecho de que ciertos delincuentes no temen ser filmados y que donde fue atacada la niña no había presencia policial alguna. Por el contrario, en su agonía, Morena fue atendida por un barrendero que intentó ayudarla y por vecinos que hicieron lo que pudieron, una de ellas le realizó incluso técnicas de RCP. Lamentablemente todo fue en vano.
Los policías aparecieron después, para realizar una redada en la que hubo siete detenidos y para proteger a la comisaría, cuando era apedreada por un grupo que se había desprendido de quienes habían realizado una manifestación pacífica en demanda de justicia y seguridad. Una vecina dijo ante las cámaras de TV que varios de los que arrojaban piedras eran ladrones que les robaban a sus propios vecinos y que habían desvirtuado el reclamo genuino. Vaya a saberse, el hecho es que, al parecer, no sólo los vecinos sino también los efectivos policiales conocen a los malandras de la zona, y esto quedó evidenciado en la celeridad de las detenciones.
La angustiante reflexión es que nadie está exento de padecer un ataque como el que sufrió Morena. Y que hay momentos en que se torna en agobiante realidad aquello de que la vida no vale nada, ahora ni siquiera la de los niños.
No es nuevo que los delincuentes se ensañen con niños y adolescentes en la provincia de Buenos Aires y quizá en menor medida en otras latitudes del país. La diferencia es que, esta vez, los hechos que por lo general no se denuncian y que por ende no se incluyen en las estadísticas, terminaron en tragedia y quedaron expuestos. El límite ya se había cruzado, y lo que ahora se padece es el agravamiento de las consecuencias. La clase dirigente lo sabe. Y también sabe que es su responsabilidad resolverlo. Claro que primero será necesario despojarse de las mezquindades que imperan, subyacen y dañan. Más allá de quien gobierne la ciudad o la provincia en la que se fue Morena, la prioridad debe fijarse en los pobladores y no en los funcionarios y dirigentes, que cuando sucedió esta tragedia estaban obnubilados en el vértigo del tramo final de las campañas. Es comprensible, claro. Pero el baño de realidad fue helado.
Como se dijo, el límite ya se había cruzado y sabido es que lo bueno o malo que sucede en Buenos Aires termina por replicarse aquí, en Neuquén. Preocupa lo malo. Alcanzará con recordar que, en septiembre de 2022, un chiquito (también de 11 años) fue asaltado por un delincuente que le robó el celular, mientras caminaba por la vereda de su casa. Ocurrió en Barrio Belgrano y los propios vecinos lo atraparon y redujeron. En fin, la provincia tiene un ministerio específico, supuestamente orientado a la defensa de los niños y niñas. Pero nada se ha dicho desde ese organismo sobre la tragedia de Lanús. Tampoco sobre los padecimientos cotidianos.
También la Justicia tiene su cuota de responsabilidad, a la luz de una realidad (inocultable) que tal vez se explique en los mandatos ideológicos del momento. Se vive -y en muchos casos se padece- un presente en el que los jueces y fiscales son severos y veloces en ciertos casos y permisivos y lentos en otros. En algunos casos se priva de la libertad o se interrumpe el vínculo entre padres e hijos con tan solo un testimonio o una denuncia infundada. Y en otros se libera a delincuentes con culpabilidad probada. Las decisiones son subjetivas y la aplicación de una u otra herramienta legal al resolver, también. Y así la Justicia (indispensable para la vida en democracia) se degrada y devalúa.
Es en estos casos cuando se torna imperioso, para la sociedad, recordar los mandatos inquebrantables de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y sus principios fundamentales; es decir, el interés superior del niño, el derecho a la vida, a la supervivencia y al desarrollo, la participación infantil y la no discriminación.
Pero, el interés superior de niños y niñas es vulnerado por los propios jueces no brindando respuesta rápida, es decir tutela efectiva de los derechos ante casos de injusticia notoria, denuncias falsas e incumplimiento crónico. Esta arbitrariedad se da en un país, el nuestro, en el que millones de niños sobreviven en la pobreza (muchos de ellos, en la indigencia).
Según un informe que el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA) difundió en mayo último, en este bendito país 6 de cada 10 niños y adolescentes de hasta 17 años son pobres y no consiguen acceder por completo a los alimentos, educación y salud necesarios. Son datos de una realidad que lastima a las personas de bien y sobre la que debería reflexionarse ahora, ante la llegada de un nuevo Día del Niño, al que le han cambiado el nombre como si con ello se solucionaran los males.
La reincidencia de criminales es moneda corriente y la inutilidad de los servicios y conceptos penitenciarios, también. La consecuencia es esta consternación que en realidad subyace y aflora ante cada episodio como el que lamentablemente se llevó a Morena cuando recién comenzaba a transitar por la vida.
Independientemente de los resultados, las elecciones -como las de este domingo- son quizá una buena oportunidad para comenzar a pensar en una sociedad más justa, porque esta no lo es; y quien crea que se ha tocado fondo corre serios riesgos de estar equivocado.