El patrullero policial estaba detenido, en la oscuridad de la madrugada del sábado. Desde las sombras, los policías vieron a un motociclista detenerse al lado de un vehículo recién estacionado. Desde el vehículo, bajaron el vidrio de una de las puertas. El motociclista entregó algo. Sospechoso, calificaron rápidamente los patrulleros. Encendieron luces y sirena y arrancaron. El motociclista huyó a toda velocidad. Los policías interceptaron la salida del auto desde donde se había hecho la transacción.
En la calle 4 entre diagonal 73 y 62, las luces públicas apenas agregan un leve tono amarillo a las sombras de la madrugada. Los policías bajaron del patrullero y ordenaron descender del auto interceptado a la ocupante: una mujer joven, que emergió entre risitas nerviosas y un interrogante a flor de labios. ¿Pasa algo? preguntó, a los policías de ceño adusto.
En La Plata, todavía quedan los ecos trágicos de los años de plomo, y la labor policial carga el peso de una historia siniestra. Sin embargo, los policías también son jóvenes. Ninguno de ellos había nacido cuando la dictadura imponía terror y crueldad en las calles de la capital bonaerense. La joven muestra los documentos. Tiene 29 años. La policía ve, sobre el asiento del acompañante, una bolsita de plástico. Requisa. ¿Qué tiene acá? preguntan.
Tafirol. Es tafirol que compré en la farmacia, asegura la joven, con voz un poco temblorosa. El policía abre, mira, huele. Esto es droga, señorita, le dice.
Más tarde, ya en la comisaría, ya detenida, la mujer acepta que había comprado cocaína al hombre de la moto. En concreto, 6,3 gramos. Poca cantidad. Consumo personal. La comisaría 9º procesó la causa y la elevó a fiscalía. Todo había sido grabado por las cámaras de los uniformados.
Una pequeña historia más de cómo funciona el narcomenudeo en un país cada vez más atrapado en el narcotráfico.