Jesús Quiroga se enteró de la fiesta como los demás, por las redes sociales. Era en una casa. Todo ilegal, como corresponde a los tiempos que corren. Lo que no sabía era que iba a protagonizar una pelea. Y que iba a morir en ella. Un botellazo en la cabeza. Una infinidad de golpes en el cuerpo. Jesús, 20 años, entregó su último suspiro después de una fiesta trucha en medio de la pandemia.
Fue en una casa de la avenida El Quebracho, en el barrio San Lucas, de Córdoba. El fiscal que investiga la pelea, Tomás Casas, ordenó detener a cuatro jóvenes: uno de 20, como el muerto; y tres pibes de entre 16 y 17 años. Son, por lo que se sabe hasta ahora, los responsables de la golpiza propinada a Jesús. Una gresca, trompadas, patadas, y, en algún momento, el botellazo en la cabeza.
Los amigos de Jesús lo vieron malherido, lo cargaron en un auto y lo llevaron al hospital de la capital cordobesa. Allí murió, sin que los médicos pudieran hacer gran cosa. Las heridas causadas por los golpes eran muchas. El golpe en la cabeza, demasiado fuerte.
Jesús Quiroga murió, pues, un poco como consecuencia de la pandemia, que produce estas fiestas “clandestinas”, que no son, en realidad, ningún misterio escondido, pues se convocan por las redes sociales, a las que cualquiera tiene acceso. Es una modalidad creciente. Aquí, en Neuquén, en Río Negro, ya comenzaron a proliferar, con la llegada de los calores, y la ansiedad irrefrenable por “juntadas” que legalmente se niegan.
¿Qué se puede hacer? Poco y nada, me temo. La sociedad está quedando náufraga de control, de continentes. Librada a la improvisación que otorga una libertad restringida pero jamás doblegada.