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Jueves 24 de Abril, Neuquén, Argentina
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Encuéntrame en tus sueños (10a parte – Esperanza)

La acción de nuestra historia se muda al Oeste. En una vieja propiedad, dos amigas desayunan y revelan un punto clave para entender su trama.
Domingo, 09 de febrero de 2025 a las 00:00

(En algún lugar del Oeste americano.)

María se levantó de la cama con la salida del sol, algo inusual en ella, y, para no aburrirse, arrancó con una de las nuevas tareas de su nueva vida en ese antiguo rancho del Oeste, a donde llegó con su hija desde Nueva York buscando un poco de paz, tranquilidad y seguridad.

Desde hace rato que el gallo no ha parado de cantar, anunciando el nuevo día, y María ha decidido hoy ponerse a lavar ropa, para lo cual, en primer lugar, ha tenido que caminar unos cientos de metros hasta el pedregoso río que pasa por la propiedad, para buscar el agua que volcó en un viejo fuentón de madera que encontró arrumbado en el establo.

Pero antes de eso puso en marcha los preliminares del desayuno: calentar el café, preparar la leche, el pan casero, disponer de la manteca, también casera, la jalea de arándanos y seleccionar los huevos que irán a parar adentro de la muy antigua sartén de hierro.

Han pasado algunas semanas desde que María se mudó al Oeste, respondiendo a una invitación de la dueña de casa, una generosa mujer llamada Amanda. Ambas se conocieron en su antiguo trabajo en Nueva York y, tras sellar una amistad, la vaquera no tardó en invitar a la citadina a vivir con ella y así dejar atrás el infernal trajín de Manhattan.

María había empezado a lavar las distintas prendas frotando un amarillento y duro pan de jabón en una, también antigua, tabla de lavar. Ambos productos parecían ser anteriores a la emancipación de los esclavos de 1863.

La mujer estaba concentrada en su tarea cuando Amanda apareció, la miró con cierto aire entre curioso y burlón y empezó a criticarla jocosamente:

-Buen día, una pregunta: ¿No te gustan el moderno lavarropas y el hermoso secarropas que tenemos adentro que tenés que ponerte ahí a dar lástima haciéndolo a mano como nuestras bisabuelas?.

-Me encanta hacerlo así, a mano. Ir a buscar el agua hasta el río, darle de comer a los animales y preparar el desayuno. Mirando este paisaje, esas montañas, ese río, imagino que Toro Sentado viene galopando para aquí con todos los sioux…

Por suerte tenemos los Winchester!, exclamó Amanda, y ambas rieron.

-Hablando en serio Amanda, en un par de semanas aprendí a amar esta casa, esta tierra, este paisaje, esta libertad y este aire fresco por la mañana. Se pueden oler hasta las flores de las montañas, el olor de los pinos y escuchar el sonido del agua bajando por las piedras en el recodo del río.

-Me alegro escucharte decir eso. Tenia miedo que no te adaptaras. Me acuerdo cuando te invité. Yo me sentía muy sola aquí y sentí que con vos íbamos a combinar perfectamente. Y así fue.

Las dos se miraron emocionadas y Amanda entró en la casa a continuar con el desayuno mientras María terminaba de colgar la ropa lavada en la soga para que el sol de la mañana se tome el trabajo de secarla.

Era sábado de primavera y las flores silvestres se abrían por todas partes con cientos de aromas, las esencias de la naturaleza virgen inundaban todo el lugar.

La casa había pertenecido a los abuelos de Amanda. La vivienda ocupaba un terreno de aproximadamente unos 10 acres (un poco mas de 4 hectáreas). Era una casa amplia y admirablemente construida que tendría fácilmente más de cien años de historia.

La vivienda contaba con varias habitaciones dispuestas en dos plantas, una amplia cocina y una generosa sala de estar con una gran chimenea que garantizaba abundante calor en invierno.

Hacia un costado de la sala, como correspondía a toda familia distinguida del Oeste, se encontraba el piano familiar comprado seguramente por catálogo a la casa Sears, Roebuck & Co. , conocida popularmente como Sears.

Y solo para refrendar el jocoso comentario de María, las armas y los indios: Sobre la amplia chimenea de la sala, dos soberbios Winchester descansaban sostenidos por una magnífica panoplia de nogal.

No era difícil adivinar que alguna vez esta casa fue el casco de un gran rancho de mucho más que sus 10 acres actuales y que, más de una vez, sus dueños tuvieron que vérselas cara a cara, y a los tiros, con bandidos, cuatreros e indómitos nativos, en los duros tiempos de la Conquista del Oeste y la Fiebre del Oro.

María se sentó a la mesa, tomó una rodaja de pan casero caliente y comenzó a untarla con una generosa porción de manteca casera, mientras Amanda le acercaba una taza de café tan humeante como aromático, tan negro como la propia cafetera donde éste se cocinó, legado de los bisabuelos pistoleros.

-Mi abuelo siempre contaba que esa cafetera acompañó a su padre en todas sus incursiones en los territorios indios, rememoró Amanda.

-Parece las cafeteras que se ven en El Llanero Solitario, o en Bonanza.

-Son las mismas. Las compraban a granel en los almacenes del pueblo para equipar a los vaqueros que transportaban el ganado.

-¿Por qué decidiste venir a vivir aquí Amanda?, preguntó María mientras esparcía una cucharada de jalea de arándanos sobre la manteca de su tostada.

-Primero, porque soy la única heredera de esta propiedad y no iba a venderla, ni a rentarla, ni a abandonarla a su suerte para vivir en un departamentucho en Nueva York. Y, segundo, porque estaba harta del ruido, el olor acre de los escapes de los automóviles, la gente gritando por cualquier cosa y la tremenda inseguridad de la gran ciudad.

-Llevo poco aquí, pero te entiendo a la perfección, aunque, como bien sabés, yo vine a vivir aquí movida por otras razones más prosaicas que idealistas.

-Lo sé y me pone contenta que mi casa les sirva de refugio a las dos. A propósito ¿No tuviste más noticias de todo aquello que pasó?.

-Mirá, desde que llegué aquí corté todo contacto con la mal llamada “civilización”: no más diarios, no más revistas, no más radio, no más televisión. Despojarme de todo eso me ha dado una gran tranquilidad.

-Seguramente, pero, de vez en cuando, tenemos que echarle una mirada a lo que pasa afuera, mucho más si esa realidad, de alguna manera, nos ha tocado alguna vez de cerca. No te estoy diciendo que te conviertas en una fanática de la tele o la radio, sino que cada tanto le eches un vistazo al mundo exterior, solo para enterarte si se viene otro diluvio universal o nos están invadiendo los marcianos.

O nos atacan los sioux! Exclamó María.

Ambas rieron contentas y brindaron con sus tazas de café y Amanda agregó:

-Mi vida cambio radicalmente desde que viniste. Antes no tenía a nadie que me esperara o que compartiera su tiempo conmigo y ahora te tengo a vos y esta casa se siente mucho mejor.

-Yo tengo la impresión que somos compañeras desde siempre. Lo sentí cuando te conocí en Nueva York y me contaste cómo habías logrado salir adelante y dejar atrás una vida desgraciada gracias a la ayuda que recibiste precisamente de un extraño.

-Mi ángel de la guarda, lo llamo yo.

-Si no fuera por esa persona probablemente no nos hubiéramos conocido y no nos hubiéramos hecho amigas del alma como lo somos ahora, dijo Amanda.

María se quedó pensando un momento, como ordenando sus memorias:

-Nunca olvidaré cuando él se me apareció esa noche en el parque. Mi familia nos había negado todo apoyo, nos habían echado de nuestra casa y éramos dos parias vagando por la ciudad, sin dinero, sin seguro de salud, sin una casa donde guarecernos.

-Esa noche, mientras buscaba un refugio donde dormir, me recosté con mi niña en un banco del Central Park. Nos cubría una harapienta cobija mientras la temperatura bajaba a cero.

-Y entonces él apareció. Me vio, se acercó y me pregunto amablemente qué necesitaba y yo, que estaba muy resentida con el mundo, le respondí con toda mi rabia:

“¡Nada, déjeme en paz!”. Pero él no se fue, se quedó y respondió:

-“No tengas nada que ganar y no tendrás nada que perder, no tengas nada que perder y ganarás siempre”, eso lo decían los samuráis del Japón antiguo, y seguidamente agregó:

-Aquí probablemente mueran las dos de hipotermia, la noche amenaza con ser muy fría y los pocos refugios de la ciudad están repletos. En mi casa tengo lugar, una cama de más para las dos y calefacción. Pueden cenar una rica comida, darse un baño caliente, ponerse ropa limpia y mañana disfrutarán de un desayuno decente. Te conviene aprovechar esta oferta, recuerda: “No tengas nada que perder y ganarás siempre”. Y hoy tenés todas las de ganar.

-Obviamente al principio desconfié absolutamente de su proposición.

Pensé: “¿Y si es un asesino serial, un psicópata depredador?

Pero mientras yo dudaba confundida, con mi hija durmiendo en mis brazos y congelándonos por el frío, él seguía ahí, parado frente a mí, esperando mi respuesta, mirándome como nadie en mi vida me había mirado.

-¿Qué viste en él que te hizo cambiar de parecer?, preguntó Amanda.

-Pude ver en sus ojos la mirada de un hombre esencialmente bueno, una persona que jamás nos haría daño, así que me dejé llevar por mis instintos y afortunadamente, salió bien. Bueno…hasta que desgraciadamente pasó lo que pasó.

Las dos quedaron unos minutos en silencio, como si hicieran silencio en memoria de quien no está.

Lo único que se escuchaba en esa sala en ese momento era el “tic-tac” del antiguo reloj de péndulo colgado en la pared. Amanda lo miró y comentó:

-Ya son las 9 y Esperanza sigue durmiendo.

-Dejémosla descansar. Es sábado, le hará bien dormir un poco más. Su mente y su cuerpo deben estar necesitándolo.

-¿Cómo la ves?, preguntó curiosa Amanda.

-Por momentos la veo fuerte, por momentos parece que vuelve a ser una bebé. Parece refugiada en la música y en el piano que la liberan de sus propios miedos y recuerdos. Tocar el piano la acerca a Norman.

-Pero vos sabés bien que necesita un apoyo terapéutico…dijo Amanda.

-Nada me gustaría más que ir con ella a la ciudad para buscar una buena terapia, pero corremos muchos riesgos todavía, tenemos que tener mucho cuidado con quienes nos relacionamos y qué les contamos. Por ahora no estamos libres de peligro.

-A veces pienso que lo único cierto es que, por más terapia que haga, por más música que toque en el piano, nada borrará de su mente lo que vio aquella horrible noche desde la ventana de su dormitorio.

-¿La noche en que mataron al pianista…? Pregunto Amanda.

-La noche en que Esperanza dejó de ser una inocente niña para convertirse, con solo nueve años, en la única testigo de un homicidio, sentenció amargamente la madre, y rompió a llorar.  

(Continuará)

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